miércoles, 22 de abril de 2015


¿Qué es Filosofía?  ( I )


Esta pregunta es sin duda el punto de partida sobre las discusiones en torno al quehacer filosófico y a qué podemos incluir en este concepto y por qué, esto talvez suena ya a una primer respuesta, hay cosas que no son filosofía y otras que sí, parece entonces que la filosofía es algo restringido, determinado y limitado, así mismo quien se dedica al ejercicio filosófico debe cumplir con ciertas condiciones de igual manera ya establecidas o pactadas. 
Podemos concluir entonces que la filosofía es el resultado de una actividad coartada, disminuida a características específicas y se mantiene estable, siempre de la misma forma, eterna e inmutable y hecha por personas que se encuentran dentro de su dominio. Pero esto no agota la pregunta, solo marca la circunferencia en que se encuentra este concepto, como podemos saber que es la filosofía si estamos fuera de ella, el único camino que queda es adentrarse en el denso bosque para concretar nuestra búsqueda.

La primer pregunta sobre lo que es la filosofía nos lleva a preguntarnos como surgió el termino Filosofía y por qué, el origen del termino filosofía no emerge por si sólo, sino que viene acompañado del termino filósofo y el filósofo mismo, Pitágoras de Samos (582-500 a.C.). 
Cuenta la historia que Pitágoras mantuvo una conversación con León, tirano de Fliunte. Este gobernante, admirando el talento y la elocuencia de Pitágoras, le preguntó cuál era su oficio y a qué se dedicaba. Pitágoras le respondió que no era maestro de arte o profesión alguna, sino que era un “filósofo”, y que, en consecuencia, su dedicación era la “filosofía” [1]. Leonte quedó perplejo al oír una palabra cuyo significado desconocía y, Pitágoras, para explicarla, recurrió a una metáfora: la vida, afirmó, es como una reunión de personas que asisten a los Juegos Olímpicos. A ellos la gente acude por tres causas distintas: unos, los atletas, para competir por la gloria de un premio; otros, los comerciantes, para comprar y vender; finalmente existe una tercera categoría que va a contemplar los juegos: los espectadores. De la misma manera, explicó Pitágoras, unos viven para servir a la fama y otros al dinero. Pero la mejor elección es la de aquellos que, como los espectadores, dedican su tiempo a la contemplación de la naturaleza, como amantes de la sabiduría, es decir, como filósofos[2].

Por otra parte Heráclito de Éfeso (500 a.C.) difiere de la actitud contemplativa propuesta por Pitágoras, para el quehacer filosófico, afirmando que “la sabiduría consiste en conocer el designio que lo gobierna todo a través de todo (…) y, la erudición no enseña a tener entendimiento”[3], afirmando así que el conocimiento adquirido no debe ser solo memorizado sino que es necesario reflexionar sobre él mismo, buscar comprenderlo, realizar una búsqueda de su esencia. Pero esta búsqueda presupone no sólo un aventurarse por el conocimiento, sino que, implica un autoanálisis, una búsqueda de sí mismo[4], ya que no se encuentra aislado aquello que se desea conocer, sino que en el momento de estar frente a él, también estoy yo, con todo lo que me compone y hace ser lo que soy, así mismo se encuentra todo aquello que nos rodea en ese instante de choque con lo desconocido.
Estas dos primeras respuestas de lo que es la filosofía fueron dadas en una etapa del pensamiento filosófico conocida como naturalista, en la cual se buscaba el origen (fundamento), de todas las cosas que hay en la naturaleza a partir de algún elemento constitutivo de la misma, y por tanto la filosofía se encontraba hasta esos momentos en la búsqueda de ese saber que lo diferenciara y separara del mito, por lo cual la filosofía era entendida como un deseo de saber desinteresado (Pitágoras), y este saber debe buscarse para ser comprendido (Heráclito). Sin embargo el saber que se buscaba era sobre las cosas externas al hombre, ya que se consideraba al ser humano como parte de la naturaleza.



[1] Diógenes Laercio, Vida, opiniones y sentencias de los filósofos más ilustres, Libro I, 12, Alianza, Madrid, 2007, p. 41.


[2] Ibíd. Libro VIII, 8, p. 420.


[3] Ibíd. Libro IX, 1, p. 448.

[4] Cfr. Diógenes Laercio, op. Cit., Libro IX, 5, p. 459.

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